Una joven ama de casa iba a dar por primera vez una cena a la que estaban invitados varios directivos de la empresa de su marido. Como era una velada muy especial, llevaba idea de preparar, entre otros platos, una mousse de salmón. A tal efecto se acercó al mercado, compró el pescado que necesitaba y, después de lavarlo, lo dejó sobre la mesa de la cocina mientras iba por los demás ingredientes. Al volver de la despensa descubrió, horrorizada, que el gato estaba sentado en la mesa mordisqueando el pesca-do. Se apresuró a echarlo y luego se dijo: “Vaya, no creo que se den cuenta de lo que ha ocurrido”. Así pues, volvió a limpiar el pescado y siguió con los preparativos.
La cena tuvo un gran éxito. Al término de la misma, entrada la noche, los invita-dos se fueron despidiendo sin dejar de felicitarla efusivamente, sobre todo por la mousse de salmón. Cuando hubo partido el último coche y cerraron las puertas del jardín, el matrimonio reparó de pronto en que su gato estaba junto al porche, tieso y muerto.
La joven ama de casa se devanó los sesos, tratando de averiguar lo que le habría ocurrido al pobre animal, hasta que se acordó del salmón. Imaginándose que debía de estar contaminado, cogió el teléfono y llamó a todos los invitados, incluidos los jefes de su marido, para ponerles al corriente de la situación y recomendarles que avisaran al médico enseguida. Aquello no les hizo la menor gracia. De hecho, algunos llegaron a tomarse francamente mal que les hubiera servido un alimento mordisqueado por un gato.
En cuanto hubo hecho la última llamada sonó el teléfono. Era su vecino, con cara de estar muy avergonzado. Le explicó que aquella noche, al salir, había tenido la desgracia de atropellar a su gato. Le dijo que lo sentía mucho, pero que en aquel momento tenía muchísima prisa porque debía coger el tren. Que había llamado varias veces para comunicárselo, pero que, por desgracia, no consiguió hacerse oír a causa del ruido de la cena. Así pues, había dejado el gato junto al porche. ¿Lo habían encontrado ya?.
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